Uno de los recintos culturales más impactantes de Nueva York es, sin
duda, el Guggenheim: desde su fachada cilíndrica de concreto que parece girar
hacia el cielo como un remolino; las paredes curvas del interior que con el
pasillo perimetral suben en espiral para formar un imponente vacío de 28 metros
de altura, a través de las siete plantas del edificio, hasta la cúpula de
cristal que adorna el techo del inmueble.
Es un diseño que aún hoy sorprende a los
visitantes y en 1943, cuando lo propuso el precursor de la arquitectura
orgánica, Frank Lloyd Wright (1867-1959) fue sometido a las más severas críticas.
Inspirado en un zigurat mesopotámico, que
contenía un espacio principal amplio, de gran altura e iluminación, rodeado de
una rampa helicoidal continua; Wright creó el “Templo de la No Objetividad”, manejando
la iluminación cenital que consideraba era la mejor para mostrar las obras de Picasso,
Marc Chagall, Paul Klee, Kandisnsky, Gleizes, entre otros. Sumado a la
inclinación de las paredes que mostraría las pinturas en el mismo ángulo que en
el caballete del pintor.
Ante tanta innovación, con una obra que rompía
la estructura habitual con líneas rectas de los edificios neoyorquinos, tanto la
comunidad arquitectónica como la artística protestaron ante lo que consideraban
un monumento a su autor y no un museo auténtico.
Pese a la oposición, Solomon Guggenheim y la
condesa Hilla Rebay Von Ehrenweisen, directora de la colección, consiguieron un
espacio adecuado para la construcción en la 5a Avenida y la calle 89, frente al
Central Park de Nueva York. Finalmente, la obra fue inaugurada el 21 de marzo
de 1959, unos meses después de la muerte de su autor.
En reconocimiento a la aportación que Frank Lloyd Wright hizo a la
arquitectura mundial, además de recordar los 150 años de su natalicio, el Museo
de Arte Moderno de Nueva York presentará una retrospectiva de su trabajo en el
2017.
Elías Cababie Daniel.
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